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Funerales en moto y otras innovaciones para el último adiós

Eh, pero qué bonito, dice una de las muchachas, montada junto a su amiga sobre una escalera de dos niveles en el cementerio San Pedro de Medellín. “Hermoso quedó”, le contesta la otra, que tiene los dedos envueltos en cinta y no sabe qué poner primero, si las serpentinas adornando la fecha sobre la lápida o si pegar un globo que dice “te amo”, firmado con muchos nombres.

Afuera, en ese reducto fúnebre que es la carrera 51 y la calle 68 de la ciudad, sobreviven, como vitrinas de museo llenas de placas, adornos y flores, las marmolerías que rodean al cementerio más antiguo de Medellín. Pero ya son pocas las lápidas de mármol exhibidas, talladas con minucia al son del cincel y martillo.

Las protagonistas son las fotolápidas, con el rostro del ser querido estampado sobre la piedra y adornadas con los cachivaches que el difunto amó en vida. Por eso a la fotografía, a esa cara ausente, la acompañan los adhesivos de motocicletas, los escudos futboleros, las mascotas, los paisajes de cascadas y castillos de arena, las imágenes de la Virgen de Guadalupe o del santo de devoción.

Y así, de a poco, en Medellín son cada vez más ingeniosos para despedir a quienes se han ido. El historiador y coordinador académico del San Pedro, Juan Diego Torres Urrego, enfatiza en que la transformación del rito fúnebre parte de la eterna pregunta por el alma. El ornato en la tumba varía de acuerdo a qué cree cada persona que hay más allá cuando se muere.

Funerales en moto y otras innovaciones para el último adiós

En el siglo XIX, al camposanto llegaron los fastuosos monumentos traídos desde Italia por la élite antioqueña. Los mausoleos eran tan grandes como su afán de perdurar en la memoria y la mayor aspiración, el sueño cumplido tras el deceso, era una talla de arabescos y figuras religiosas esculpidas a mano por Melitón Rodríguez Roldán y sus aprendices Horacio Marino y Francisco Antonio Cano.

A partir de la década de los 80 el mármol se vuelve más escaso y costoso. Nacen las aleaciones de fibra de vidrio y entran en auge las placas impresas, pintadas o laminadas.

Torres, en ese sentido, habla de la inserción del estilo kitsch a la manera en la que conmemoramos la muerte, el juego con los elementos de la cultura popular. No serán, entonces, las enormes esculturas del siglo XIX las que ocupen las necrópolis de Medellín. Ahora las lápidas son, en esencia, la búsqueda de la singularidad: que ese altar para mi pariente o amigo sea único, espontáneo, colorido. Que la cubierta que sella el osario porte su fotografía, tal como era antes, que refleje su modo de sonreír, o caminar, la forma en la que vestía y hasta sus manías íntimas.

“Para una persona del siglo XIX lo bello era una lápida tallada por Melitón Rodríguez”, agrega el historiador, “hoy lo bello para alguien es una fotolápida con flores, camándulas o el escudo del equipo de fútbol que tanto quiso. Todo en función de cómo quiero yo recordar a mi muerto”.

La vida de un ser humano está llena de ceremonias, pero el rito de la muerte es extraño. No está diseñado para el difunto, sino para que los vivos puedan afrontar la despedida, comenzar su tránsito hacia el duelo.

De alguna forma los funerales buscan convertir en imágenes la muerte de los otros. Y que luego esas escenas de duelo marquen el inicio de otra etapa, de una fractura, tal como decir que, “ahora que no estás, el mundo es un lugar distinto”. El rito fúnebre pone un punto sobre el calendario y, como toda huella que se quiere conservar , se insiste en los preparativos, en cuidar el detalle, en que el culto sea bello.

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